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Colaborativo
Estoy fuera pero muy dentro
Juan Sánchez Medina
Para mis queridas desconocidas-amigas de LPR:
Es complicado hablar de Castilla cuando se está fuera; cuando los paisajes, las gentes y las tradiciones de “afuera” te empapan en tu día a día.
Llevo ya medio año, creo, fuera. Apenas sé si estuve alguna vez en eso que llaman Castilla; pues soy de la sierra del Guadarrama o, como dirían algunos, de Madrid; o si tal vez nunca me fui, pues los rebollos siguen anunciándome el paso hacia el invierno y las encinas su tiempo congelado. Estoy en Extremadura, si es que la flora que acabo de relatar ha sido muy genérica. Y sí, no olvido Gormaz y su fortaleza vigilante siempre del lento transcurrir del pesado Duero, ni un Maderuelo en su naranja respirar de los chopos sobre las tenues olas del Riaza. Es cierto que recuerdo los tapiales esqueléticos de los palomares, los múltiples adobes de las casas del Burgo y los sillares calcáreos de sus catedrales y que al verlos, en mi memoria, leo las palabras de Delibes: Castilla no es ancha sino varia.
Al estar lejos, estas palabras resuenan más que nunca, pues siempre pensé que aquello que decían sobre los campos amarillos y dorados era cierto y no un tópico nacido del paisaj de Tierra de Campos en el mes de la siega. Esa generación que vio el pasar de las estaciones en Castilla y lejos de casa entendió que ahí nada cambiaba, pero ahora estando fuera, lejos de mi sierra de Guadarrama, veo lo diversa que es mi (nuestra y vuestra) tierra. Siempre pensé que Castilla era una espadaña con una cigüeña enarbolada o su grueso nido, pero ahora, viendo y viviendo allende, veo que todo aquello se encuentra en otros lugares y que lo que se denomina “rural”, “bucólico”, huele, pasado el veranillo de San Miguel, a leña quemada y jara mojada.
Si bien siento esa “morriña”, que llaman los gallegos -y a la que nosotros castellanos no le hemos dado nombre- creo ser más lugareño de la tierra misma y que siendo de esta manera soy antónimo del cemento y del asfalto y sinónimo de un lugar llamado Iberia, que rehuele en otoño a campo mojao’, al aventao’ en verano y a anís y cordero el 24 de diciembre.
Volveré para las navidades, a mi tierra de montañas… Echo de menos el frío seco, pero sé que ahí donde haya campo está mi (nuestra y vuestra) Castilla, pues es tan ancha como varia y vario es el mundo y su gente.



Entre la niebla
Maria Blanco Arnedo
Accedo a la M40 por el Ramal 5. Son las 19:30 de la noche de un 24 de diciembre y las carreteras están muy poco transitadas, lo cual es una novedad. Una niebla densa, que te encantaría cortar con un cuchillo, ha bajado a pie de tierra, como si las nubes también hubieran decidido, igual que han hecho los turistas, que hay que visitar Madrid en navidad. Y esta niebla me duele, porque si mis otras navidades se parecen lejanamente en algo a esto, tan sólo es por ella. La niebla es a Castilla lo que a Madrid el aire condensado del metro en hora punta. Intrínseca a ella, odiada pero secretamente extrañada cuando te alejas. Dónde nací, la niebla bajaba muchos días a primera hora de la mañana y ya no levantaba, de diciembre a marzo. A veces bajaba tan pronto que realmente dudabas si la anterior noche se había llegado a marchar. Esta mañana me sorprendí a mí misma en la salida del metro de Lavapiés respirando muy profundo. Porque esta niebla no sólo recuerda a casa, sino que huele a ella. Huele a frío que encuentra consuelo frente a un fuego seco. Una leña que tiene un olor característico a lumbre. Las navidades donde yo nací no se parecen mucho a esto. Son más oscuras, de cableado austero, bombillas gordas a dos colores y formas tradicionales, recorriendo a lo ancho calle a calle, en menor número, dando color a las noches más largas. No son luces diseñadas por alguien importante, aunque quien las eligió en su momento si debió sentirse así; porque allí, eso sí que es verdad, en los pueblos, las cosas también tienen autor y tienen firma, sólo que conoces a quien firma, y sabes que tan sólo pensaba en poner bonito el pueblo mientras decidía, “lazos rojos o silueta de ángel azul”. Allí también había potentes campañas de publicidad, porque el carnicero que te vendía el lechazo, también te proponía las salchichas, que habían salido muy buenas y con tanto niño en las reuniones navideñas, eso era acierto seguro. El pescadero te animaba a llevarte unos lomos de merluza, porque sabía que igual en casa fulanito era poco de carne. El gordo se jugaba con los números de los tres bares, porque vermut que celebrabas en las vísperas, frase que te caía, “no vaya a tocar aquí y se haga rico todo el pueblo menos tu”. Pero también hay otro gordo importante, el sorteo de productos del pueblo. Porque lo de consumir ecológico y local también llegó, aunque nunca se había marchado del todo en realidad. No había bajo sin coger, ni escote sin ajustar en las cenas, porque previamente ya te encargabas de pasar por el cosetodo y de paso alargar un rato la visita poniéndote un poco al día. En los pueblos, las cosas no sólo pasan en los bares, y a veces en las ciudades grandes, parece que sí. Es triste porque hablo en pasado, cuando todo sigue ahí y la que no sigue soy yo. Estoy aquí, oliendo las nieblas y volviendo allí, mirando las luces y el bullicio y extrañando la quietud. Viviendo en bares y fiestas y extrañando las cenas en la bodega. Entrando por las puertas de un hospital, con 12 horas de guardia nocturna por delante un 24 de diciembre por la noche, y echando de menos cuando, al entrar con el coche por el pueblo, una versión muy pequeña de ti, no paraba de exclamar “Ala, ala, ala” al ver la guirnalda de “Feliz navidad” brillando en el cielo.
Sobremesa de Navidad
Lucas Enríquez

Es invierno y luce el sol en la meseta castellana. Estamos borrachos, medio anestesiados y, después del turrón, algunos se quedan dormidos. Los otros, los valientes, decidimos dejar el vino y hacer esa transición peligrosa e imprudente hacia el gin-tonic. Nos encontramos en la parte de abajo de la casa, en la bodega, donde hay una atmósfera sofocante, donde una amalgama de olores se pelea; el olor rancio del ducados de mi tío, el olor espumante del champán derramado en el mantel de la abuela, y el olor fascinante del tiempo detenido.
En un instante se inicia un debate filosófico-político sobre la despoblación de Castilla y León, cada uno de los bandos defiende acérrimamente su postura. Por un lado están los conformistas, los que muy a su pesar sostienen la idea de que si detectas un problema y no sabes cómo controlarlo o erradicarlo, terminas acostumbrándote al problema. En el otro bando, los reaccionarios, los defensores de unos valores e interese comunes de Castellanos y Leones que hay que reivindicar. La discusión se encuentra en ese punto donde, producido por el furor de la batalla, o quizás por la tercera copa de los contingentes, se hace muy difícil escuchar y reflexionar dos veces sobre la imagen del problema. Cada uno tiene su opinión, la dice, y ya no sale de ese cerco. Las moscas empiezan a acercarse a las sobras de lechazo que hay en la mesa, como espectadores de un debate digno de su televisación en “prime time”.
El sol va bajando y la conversación sigue su mismo paso, se atraviesa ese bosque de recuerdos enlatados que son las anécdotas de los tíos, padres y abuelos. El abuelo cuenta su tiempo de milicias universitarias en Melilla, donde fue encerrado por desacato al mando. Todos ríen, y, quizás sea porque saben que las cosas no se cuentan como fueron, si no como se recuerdan. La estampa familiar es bella, como una estatua sacudida por el polvo. Nunca dejará de sorprenderme cómo las leyes miméticas de la familia son mucho más profundas de lo que uno puede imaginarse, y no rigen sólo en lo social o convencional, sino que incluso pueden decidir los actos más importantes de nuestra existencia.
La noche ha entrado y se traga con su paso el eco de las conversaciones, como la tierra se traga los cuerpos y la lluvia. Los más jóvenes hemos decidido aplicar la ley de la inercia: “Cuando un cuerpo en estado normal empieza a beber, no puedo dejarlo hasta que se pilla un pedo de campeonato”. Empiezan a sonar en el viejo vinilo de la casa, un repertorio de villancicos dignos de cualquier película de terror, pero que en vez de acojonarnos, hacen que nos unamos en una única voz con las copas levantadas : “El camino que lleva a Belén, baja hasta el valle que la nieve cubrió,…”. Tras varios cabezazos compungidos contra la mesa con las manos en la cabeza murmurando: << no bebas más, no te hace falta >> , alzo la cabeza y veo que aparece uno de mis primos con una botella de licor de hierbas. Le intento explicar que no quiero más, pero tras dos chupitos de explicación le digo que vale, pero que este <<será el último>>. Sálvense ustedes que pueden. Decido tomar una foto de la noche. No por algún tipo de postureo , no me malinterpreten, sino porque soy nostálgico en el buen sentido de la palabra (si esta puede tenerlo). Creo que los sucesos dejan huella en el alma de los lugares que los albergan, y la fotografía es la forma perfecta para intentar retenerlo, al menos un poquito.
En estas sobremesas, llenas de excitación por el reencuentro, dejamos descansar a nuestros personajes del día a día, y permitimos que peregrine el cofrade de una familia alegre y noctámbula que nunca dejaremos de ser.


Brasero
Irene Robredo
Subo las escaleras corriendo a la biblioteca de mi casa, me pongo de puntillas tratando de llegar a la última balda de la estantería estrecha y alta que hay junto a la ventana, y cojo uno de los diccionarios. Bra, bra… brabante, branquias, brasas… ¡brasero!
“De la brasa 1.m. Recipiente de metal, ancho y hondo, ordinariamente circular, con borde, en el cual se echan o se hacen brasas para calentarse.”
Bajo las escaleras de nuevo, y lo leo en alto. Mis amigas, atónitas, cogen sus móviles en busca de fotos que ilustren esa definición tan fría y metálica que les he dado. ¿Cómo algo que para mí es calidez, familia, mancharme de chocolate en las meriendas navideñas, a ellas no les dice nada?
Siento un escalofrío por el cuerpo. Las miro. Su mirada de incomprensión de chicas de ciudad me hace darme cuenta de mi suerte. Navidades en Tierra de Campos alrededor de un brasero.
Me levanto del sofá donde estamos todas sentadas y me acerco al radiador. Apoyo las manos en él tratando de buscar ese calor que tanto añoro de la cocina de mi abuela.
Esto sí que es frío y metálico. Tal vez, el invierno sea mayor o menor dependiendo de donde sientas que es “tu casa”.

¿Cuándo se siembran los ajos?
Luismi Galán
Apoyado en el quicio de la puerta de su casa cual protagonista de la copla de los ojos verdes, se hallaba un día un abuelo castellano de los de manos agrietadas por el paso del tiempo, de los de una vida entera de cosechas infinitas en las infinitas tierras de Castilla. Los hechos que aquí se narran ocurrieron tiempo atrás, pero permítanme que los cuente en un presente literario que potenciará su imaginación como lector en este viaje al pretérito reciente castellano que tengo el placer de mostrarles:
El abuelo lleva la boina que le acompaña siempre, pantalón de pana y camisa de cuadros con el primer botón desabrochado por donde asoman algunos pelos del pecho. Luce un sol invernal de esos que engañan, porque la mañana despertó con una “helá” de las que impregnan de fría plata los campos de cereal y que deja humeantes de vapor los arroyos cuyos márgenes definen de choperas ya desnudas. Ya es mediodía, casi la hora de comer y el abuelo espera con ganas la comida porque regresó del huerto con “más hambre que el perro un ciego”. Le acompaña su nieto, que está sentado en el suelo que apenas calienta este sol de diciembre con su luz calmada. El niño es curioso y dispara todas sus dudas contra el abuelo esperando respuestas que sacien toda esa curiosidad sobre el mundo que está descubriendo. Éste pregunta al veterano campesino por cosas del colegio que el anciano no sabe responder, pero también por historias del campo y el huerto, y ahí tiene todas las respuestas posibles el abuelo.
Y el niño pregunta: Abuelo, ¿por qué has sembrado hoy los ajos?
A lo que el abuelo le responde: Los ajos, hijo, se siembran pa’ Nochebuena.
Y como narrador que soy me voy a permitir el salto temporal que voy a dar para devolverles al presente:
El abuelo por desgracia ya marchó al viaje de ida sin billete de vuelta al lugar de no retorno, el niño curioso es todo un mozo ya y si te preguntas en qué andará liado éste, pon atención a lo que viene. Nos encontramos en la vega de un río cualquiera de Castilla, una mañana fría, pero sin “helá” de las que hacen que te duelan los dedos, el invierno recién se estrena unos días atrás, y podemos observar a un joven adulto labrando una porción de tierra con esmero y pasión, donde, lista ya la tierra, sembrará los ajos con amor recordando las palabras de su abuelo: “Los ajos, hijo, se siembran pa’ Nochebuena”.
Y esta historia que yo cuento, se está labrando, como los ajos, en la víspera de Nochebuena.

Una llama de esperanza
Miguel Sánchez González
Hace mucho tiempo, pero no tanto como pensaba. Por estos canales circulaban barcazas gigantes cargadas de grano. Por estos senderos caminaban cientos de peregrinos dirección Santiago. Por estos surcos andaban miles de mulas guiadas por cientos y cientos de personas. Por cada lindera de estos campos cruzaban las y los campesinos que con el sudor de su frente levantaron esta tierra.
Cuentan por aquí que, aún en invierno, las calles de estos pueblos rebosaban de vida. A cualquier hora del día se escuchaba a niñas y niños jugar por las calles. Y desde fuera de las casas se podían escuchar a las familias cantar y entonar melodías que, en muchos casos, se inventaban e improvisaban y, en otros, sonaban ancestrales, acompañadas de los ritmos que marcaban las panderetas y zambombas.
Por estas tierras históricas, las navidades se vivían con alegría e intensidad. Cuentan las ancianas que hasta el más pequeño pueblo podía tener tienda de ultramarinos, colegio, e incluso un Casino, como en Boadilla del Camino. Todo estaba en armonía. Todo funcionaba. Una familia vendía carne. Otra leche. Había médico. Había profesor. Había aguadoras. Había una economía que funcionaba. Circular, sostenible.
Pero poco a poco un mal se fue expandiendo entre estas nobles gentes. Comenzaron a sentir una sensación de frío intenso, cada vez más helador. Las familias, las amigas y los amigos, se recogían en las casas, en las bodegas y en los merenderos para no congelarse. El frío llegaba cada vez con más fuerza. Y sólo el calor de la lumbre, los cánticos, la felicidad y el amor lograba frenar el avance de este terrible frío.
Comenzaron a llamarlo el “mal vaciador”. No sabían exactamente de dónde procedía. Pero fue creciendo, coincidiendo con el auge de los inventos modernos como la televisión y la expansión de las grandes ciudades que, prometiendo más calor para hacer frente al frío, arrastraban a las personas más jóvenes hacia ellas dejando atrás a sus pueblos y a sus familias. El “mal vaciador” iba llegando cada año con más fuerza, congelando todo cuanto crecía en estos pueblos. Hacía marchar a las personas que no podían aguantar el efecto del frío. Separó familias. Truncó sueños. Silenció la música. Calló las gargantas de las personas más sabias. Nubló los recuerdos de los ancianos. Paró los pies en los bailes y verbenas. Eliminó hasta los recuerdos y vació de identidad a las y los vecinos de cada pueblo. Ya ni siquiera sabían quiénes eran y de dónde venían.
El “mal vaciador” congelaba la vida de los bosques, de los campos, y de cada ser vivo que nadaba, andaba y volaba.
Todas las personas de estos pueblos se apresuraban en intentar mantener en sus hogares una llama. Calor para vencer al frío. Y cariño para no separarse. Pero el “mal vaciador” cada vez era más fuerte, más intenso, y el frío congelador era ya muy severo. Hasta ir apagando, no sólo la lumbre de los hogares, sino también los recuerdos felices.
Pero llegó un día en el que una personita joven (no se sabe si un niño o una niña) decidió salir a la calle. Hacerle frente al mal vaciador. Y fue llamando a otras puertas. Tiritando y con la voz entrecortada, pero con gran valentía, dijo en alto que tenía un sueño que debía compartir. Y que para llevarlo a cabo necesitaba a todas y cada una de las personas del pueblo. Entonces, cuando logró reunir a todo el pueblo en la plaza, les contó su sueño.
Se imaginó el sol apareciendo en el horizonte y todos disfrutando del amanecer. Se imaginó de nuevo unas barcazas navegando por el Canal de Castilla cargadas de personas que volvían al pueblo. Se imaginó los campos otra vez germinando, y se imaginó a cientos de personas cultivando especies diversas que les proporcionaban ricos alimentos. Se imaginó el campo vivo. Lleno de flores. Y los rebaños de ovejas recorriendo de nuevo los senderos. Se imaginó de nuevo el colegio lleno de niñas y niños jugando y aprendiendo. Se imaginó una doctora cuidando con cariño a cada anciano. Y a decenas de personas reparando los palomares y las casas caídas para volverlas a habitar. Se imaginó a cientos de familias volviendo a vivir cerca de sus seres queridos, trabajando incluso a distancia desde sus hogares, pero compartiendo de nuevo experiencias, relatos, y canciones juntos. En comunidad.
Alguien le preguntó cómo había vencido al frío. Al estado de congelación que imponía el mal vaciador. Entonces abrió las manos, y en ellas apareció una pequeña llama. Una llama de esperanza. Que le dio el suficiente calor como para no congelarse y así no olvidar los relatos que le contaban sus abuelas y abuelos y el amor que sentían hacia su pueblo.
Entonces, cada vecino y cada vecina del pueblo abrió las manos junto a las de la persona joven. Y cargados de luz, de calor, y con los sueños volviendo a la vida, rompieron el maleficio del mal vaciador. Entendieron que si se quedaban parados, si dejaban de cooperar y si perdían la esperanza, el mal vaciador volvería y les congelaría para siempre.
Pronto, otros pueblos compartieron también la llama de esperanza. Y uno a uno, fueron todos volviendo a la vida antes de que el mal vaciador les congelara del todo.
