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Lucas Enríquez
Sobre lo alto de la catedral, y al atardecer, se ve surgir un humo desconocido ante el temor de los habitantes de la provincia, casi una pesadilla: relámpagos de humo y sombras flotan sobre ella como el polvo que nubla nuestra realidad deseando despertar, y un instante más tarde, de repente, en el cielo aparece una gran cortina de fuego, y empieza a dibujarse una luz terrorífica que rebota en el Duero y viene directamente a los cristales de la catedral para después estrellarse en los ojos de los zamoranos.
Es un tiempo en el que la culpa no existe. Los unos se la echan a los otros, y los otros a los unos. En el fondo ninguno sabe solucionar los problemas, e incluso, lo que es peor, no quieren ni identificarlos. Un tiempo en el que siempre perdemos los mismos. ¿Alguien llora todavía cuando mira esta España?


El pueblo, recluido en las índoles más extremas de subsistencia, observa como todo lo creado es calcinado con un sentimiento de repugna hacia cada uno de los artífices de esta catástrofe; porque toda consecuencia tiene una causa, y, en este caso, unos causantes.
Los zamoranos no estamos solos, nos tenemos los unos a los otros, caminamos hacia una eucaristía de la que comulgan miles y miles de almas.
Nuestros dirigentes, demasiado guapos (o eso se creen) para ser buenos políticos, lucen falsos apoyos evitando el perdón, ya que éste actuaría como inculpador de sus actos. Cuando el incendio sea solventado por los que aman esta tierra, llegará el momento de una caridad ofensiva a tiempo pasado (la piedad es un sentimiento de lejanías).
La noche zamorana estaba plagada de ciervos, cigarras, lobos, escarabajos… del canto y quejido de los seres minúsculos que poblaban la sierra y que eran la orquesta sonora de nuestro campo y cielo; sonidos que ya no se solían escuchar, sonidos de las entrañas de la Tierra, que ahora son sustituidos por lágrimas, agonía y dolor, ya que el fuego traga toda alma con que se topa, por muy inocente que ésta sea.
Ahora nuestra sierra se encuentra atormentada como una estatua sacudida por el polvo. Se oye gotear el tiempo, los segundos y minutos como gotas de una amargura mal creada. Qué fatigoso resulta desenredar los laberintos que la vida nos impone, pero todo laberinto tiene su centro, ¿verdad? y ahí nos encontramos: los zamoranos no nos daremos la vuelta.
Una existencia se juzga por lo que ella hizo de nosotros y nosotros de ella. Quizás la existencia nos haya sido incierta o aterradora, pero solo nosotros podemos remediarla. Porque son los hombres y mujeres de nuestra tierra los que siguen trabajando y manteniendo la compostura mientras todo se derrumba, ante la indiferencia de un país que nos ha olvidado, o incluso nunca nos ha conocido.
Hemos ardido, pero no nos hemos quedado helados.
