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Texto: Javier Colinas Mezquita
Fotos: Nico Rodríguez Crespo
Ruido de tambores
Son las 5 de la madrugada de la noche del Viernes Santo, el estruendo de los tambores rompe como una tormenta la noche cerrada y se desata la euforia y la emoción entre miles de personas que se agolpan alrededor de la banda de Jesús Nazareno en la Plaza Mayor: la Semana Santa de Zamora alcanza el momento más esperado del año.
Es entonces cuando suenan las cornetas, el Merlú y poco después la Marcha de Talberg, una composición conocida por todos los zamoranos y que no había sonado desde el Domingo de Resurrección del año anterior, hasta que el “Cinco de copas” se levanta de nuevo a hombros de sus cargadores en el interior de la Iglesia de San Juan para despedirse de su madre y señora de Zamora, la Virgen de la Soledad, y comienza su camino al frente de miles de cofrades en dirección a las Tres Cruces.
Durante las siguientes siete horas, los cofrades, pasos y bandas de la cofradía desfilan por las calles de Zamora; una jornada dividida en dos por el tradicional desayuno a mitad de recorrido, en el que las sopas de ajo templan los cuerpos de más de 5.000 hermanos. Las tres primeras horas son frías pero alegres, el recorrido de la procesión se va transformando: de jóvenes pernoctantes que vienen de San Martín a las primeras familias madrugadoras que quieren disfrutar de la procesión en la solemnidad de la noche.
La procesión sube hasta la Avenida de las Tres Cruces y para media hora para el tradicional desayuno. Casi como una transición teatral, el escenario de la procesión cambia por completo, el sol comienza a iluminar la Plaza de la Marina, las calles están abarrotadas de familias y los niños son los protagonistas, y reciben de los cofrades almendras y dulces. La Virgen de la Soledad desfila a lo largo de toda la avenida y las diferentes imágenes le ofrecen una reverencia, para finalmente reanudar el camino de vuelta al museo.

La vuelta culmina casi cinco horas más tarde, con la entrada de los pasos en el Museo de Semana Santa, donde va entrando cada uno de ellos, despidiendo la carrera, y la gente anima a los cargadores en su último esfuerzo, que recompensan a su público “bailándoles” las piezas.
Mientras tanto, en la Plaza Mayor se ha quedado la Virgen de la Soledad, que no va al museo, sino a la Iglesia de San Juan. Allí, todos los hermanos levantan sus cruces en señal de respeto a una de las imágenes más icónicas de la ciudad, mientras ésta entra en el templo ante la mirada de miles de personas.
Pasión
Miles de zamoranos que se ven obligados a vivir lejos de casa hacen todo lo posible por poder estar ahí en este momento, el momento más esperado en Zamora durante el resto del año.
Es muy difícil explicar a alguien que no es de Zamora lo que se siente aquí durante esta semana. Una semana en la que no importa la edad que tengas, dónde vivas, tu ideología o tus hobbies; esta semana es anhelada por todos los zamoranos durante todo el año, y no hay dolor más grande para un zamorano que no poder pasar estas fechas escuchando Mater mea, mirar al cielo suplicando a las nubes que den una tregua instantes antes de cada procesión, escuchar el merlú o desayunar las sopas de ajo en la mañana del viernes.
¿Cómo se explica que los jóvenes sean capaces de caminar durante más de siete horas por una tradición religiosa? ¿Cómo le explicas a alguien que no es de Zamora que la gente espera por varias horas para presenciar imágenes que llevan viendo durante años?
El coro de Jesús en su Tercera Caída entonando La muerte no es el final, el juramento del silencio en la Catedral, el sonido de las carracas en las “Capas Pardas”, la subida de Balborraz de la Virgen de la Esperanza al ritmo de la Saeta, la entrada de los pasos de Jesús Nazareno en el museo o el mar de cruces y de tulipas a la entrada de la Virgen de la Soledad en la Iglesia de San Juan.
Hablar de los momentos icónicos de la Semana Santa de Zamora sería interminable, éstos son sólo algunos de los tantos que un zamorano tiene grabados en su memoria para siempre, pero por los que, aún así, cada año se desplaza a las diferentes ubicaciones para poder presenciarlos.
No hay nada comparable.
Solo un zamorano sabe lo que es pasar los siguientes dos meses tarareando la marcha de Talberg inconscientemente.
¡Dos que sí, uno que no!
Las procesiones en Zamora son tan solemnes, lúgubres e incluso tétricas, que entran en completa sintonía con la arquitectura románica que caracteriza el casco antiguo. El silencio sólo es interrumpido por las marchas y los tambores, y las esculturas de los pasos carecen generalmente de excesivos ornamentos y detalles. Hermandades penitenciales como el Santísimo Cristo de la Buena Muerte o la Hermandad de Jesús Yacente dejan el cuerpo de piedra a aquellos que presencian el Jerusalem o el Miserere respectivamente, en una oscuridad casi total que solo rompe la luz de las teas y hachones y de la luna llena propia de Semana Santa.
Sin embargo, el aura que se crea durante el transcurso de muchas de las procesiones contrasta con la alegría y emoción que viven los zamoranos durante toda la semana, en la que las principales calles de la ciudad están a rebosar de vida (algo que tristemente no es habitual el resto del año). Los bares están hasta arriba de trabajo y, si te acercas a la Plaza del Maestro, oirás a lo lejos a camareros gritar cosas como “¡Dos que sí y uno que NO!” provenientes de El Lobo, donde los pinchos morunos no paran de salir de la parrilla.

La noche del martes, la Calle de los Herreros es una auténtica marabunta de personas, las mismas que el jueves abarrotan la Plaza mayor, Santa Clara y San Torcuato y que en la madrugada del viernes asedian el parque de San Martín horas antes de que las parejas de Merlú despierten a los zamoranos por toda la ciudad.
Es emocionante ver como, por unos pocos días, la ciudad se llena de color, de juventud y de ambiente. Un oasis en el desierto que es el resto del año Zamora.
Zamora tiene un tesoro
La Semana Santa de Zamora va más allá de la mera tradición religiosa y de las procesiones, es una semana de reencuentros, de volver a ver a la familia, de reunirte con los amigos de tu infancia, a los que tristemente ya no ves casi nunca porque cada uno ha tenido que buscarse la vida en otras ciudades, lejos de una Zamora muy castigada por el síndrome de la España vaciada.
Vivir en Zamora se ha convertido en un reto, un desafío contra la falta de oportunidades que no todo el mundo puede asumir, pero es por eso que se puede decir con orgullo que gran parte de los más de 60.000 habitantes que se niegan a abandonar la ciudad siguen ahí por amor a ella y no por conveniencia, un amor que se respira durante la semana más bonita del año gracias a ellos y las miles de personas que acuden en estas fechas.
Zamora tiene un tesoro, un tesoro que debe cuidar y enseñar a las próximas generaciones, porque las obras permanecerán, pero la tradición debe contagiarse para sobrevivir.
Zamora tiene un tesoro que vale mucho más que todas las fábricas y empresas multinacionales, y que nunca nadie podrá comprar.